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Enfrentamientos donde reinó el caos y la muerte.
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Enfrentamientos donde reinó el caos y la muerte.
EL PAIS › OPINION
La barbarie repetida
LA NEGRA HISTORIA DEL INGENIO LEDESMA
Por Mario Wainfeld
Dilucidar las responsabilidades sobre los terribles hechos ocurridos en Libertador General San Martín excede las competencias del autor de esta columna. Hay homicidios, las responsabilidades respectivas deben ser investigadas y juzgadas con todas las garantías constitucionales. Este cronista hará unas reflexiones de carácter general, en el contexto doloroso y repetido.
Lo que está en cuestión, preocupa y hasta aterra es la enorme torpeza de las fuerzas de seguridad (nacionales y provinciales) para hacer un uso ponderado del “monopolio de la violencia legal”. En cualquier circunstancia, ni qué decir ante protestas sociales.
La apelación a los uniformados deriva, recurrentemente, a violaciones de reglas, brutalidades, avasallamiento de derechos civiles o humanos, heridos o muertos. Se reitera el uso de armas de fuego contra manifestantes o intrusos. Eventualmente contra ciudadanos en acciones que “parecen ser” contravenciones o delitos. O menos, todavía, que eso: días atrás, la pistola de un policía federal disparó una bala en medio de un episodio urbano minúsculo, en plena Capital y en horario laboral. Se trata de desentrañar si medió impericia descalificante o dolo. Son dos hipótesis graves, todo parece conducir a la peor. En cualquier caso, se segó una vida, mediando comportamientos irresponsables de un “agente del orden”.
Con cinismo proselitista, el represor Luis Patti predicó muchas veces que la policía no puede resolver delitos si no comete varias violaciones legales. Patti solicitaba una franquicia e interpelaba a sectores de la opinión pública, que aprueban esas tropelías y lo votaron en varias ocasiones. Si se lee bien su discurso, asumía la falta de profesionalidad de los uniformados para desenvolverse en un sistema democrático.
Se puede obtener más luz, tal vez, si se amplía la visión panorámica y se repasan delitos (reales o presuntos) ajenos a la protesta social, aunque de enorme resonancia mediática. Los asesinatos de María Marta García Belsunce, Nora Dalmasso o Solange Grabenheimer comprobaron la ineficacia de investigadores judiciales o policiales cuando las víctimas y (sobre todo) los presuntos sospechosos son gentes de estratos sociales medios o altos. A ellos no se los puede prepear o someter a torturas o a interrogatorios sin los recaudos legales. En ese contexto, la autoridad fracasa miserablemente una y otra vez. Las torpezas se realzan, en proporción directa al imán que tienen los casos y a la (relativa) eminencia social de los interesados. Se trasunta un problema extendido, menos visibilizado cuando víctimas y (sobre todo) sospechosos ocupan otro peldaño de la escala social.
La absurda y patética búsqueda de la familia Pomar fue un ejemplo extremo aunque no discordante con ese cuadro general. La policía, los fiscales, el propio gobierno provincial estaban más que interesados en resolver el enigma. Pero no fueron idóneos para hallar un auto que se había descontrolado exactamente en el sitio por el que se sabía que transitaba. De nuevo: si la exigencia es trabajar con rigor y apego a la ley, los responsables propenden con alarmante frecuencia al aplazo.
Con tamaños precedentes, cabe ampliar la mira y poner en cuestión no sólo a los policías. También debe escudriñarse la responsabilidad política y moral de los civiles que les dan órdenes, conociendo (debiendo conocer) sus endémicas limitaciones. Los fiscales, jueces o funcionarios que deciden operativos como el de ayer tienen el deber de saber a quién delegan esas tareas. Y de hacerse cargo. En política todos son responsables por las consecuencias de sus actos o de los de aquellos a quienes derivan responsabilidad.
Una masacre en la que actuaron centenares de policías, ocurrida en una pequeña población, encastra con todo lo reseñado. Un desalojo de centenares de familias, miles de personas, es una situación extrema. Cualquier autoridad debe saberlo, minimizar (y mejor, evitar) los riesgos, no coquetear con ellos.
Todo hecho de sangre es repudiable e irreparable. Hay un policía y civiles entre las víctimas fatales, quedan heridos graves. Ellos y sus familias merecen respeto; las víctimas sobrevivientes, protección ulterior del Estado. Ubicar a los respectivos autores materiales es imperioso, aunque no restañará las heridas, ni pondrá fin a daños irrevocables.
En la nota central de estas páginas se recorren los hechos que, se insiste, deben ser estudiados con todas las de la ley. El entorno, piensa el autor de estas líneas, autoriza a tener las peores sospechas sobre quiénes dieron las órdenes y quiénes cargan con el arduo deber de proteger a sus conciudadanos.
Todo ocurrió en terrenos de la empresa Ledesma, emblema de explotación tanto como de la represión y la barbarie dictatorial. Estremece consignarlo.
mwainfeld@pagina12.com.ar
La barbarie repetida
LA NEGRA HISTORIA DEL INGENIO LEDESMA
Por Mario Wainfeld
Dilucidar las responsabilidades sobre los terribles hechos ocurridos en Libertador General San Martín excede las competencias del autor de esta columna. Hay homicidios, las responsabilidades respectivas deben ser investigadas y juzgadas con todas las garantías constitucionales. Este cronista hará unas reflexiones de carácter general, en el contexto doloroso y repetido.
Lo que está en cuestión, preocupa y hasta aterra es la enorme torpeza de las fuerzas de seguridad (nacionales y provinciales) para hacer un uso ponderado del “monopolio de la violencia legal”. En cualquier circunstancia, ni qué decir ante protestas sociales.
La apelación a los uniformados deriva, recurrentemente, a violaciones de reglas, brutalidades, avasallamiento de derechos civiles o humanos, heridos o muertos. Se reitera el uso de armas de fuego contra manifestantes o intrusos. Eventualmente contra ciudadanos en acciones que “parecen ser” contravenciones o delitos. O menos, todavía, que eso: días atrás, la pistola de un policía federal disparó una bala en medio de un episodio urbano minúsculo, en plena Capital y en horario laboral. Se trata de desentrañar si medió impericia descalificante o dolo. Son dos hipótesis graves, todo parece conducir a la peor. En cualquier caso, se segó una vida, mediando comportamientos irresponsables de un “agente del orden”.
Con cinismo proselitista, el represor Luis Patti predicó muchas veces que la policía no puede resolver delitos si no comete varias violaciones legales. Patti solicitaba una franquicia e interpelaba a sectores de la opinión pública, que aprueban esas tropelías y lo votaron en varias ocasiones. Si se lee bien su discurso, asumía la falta de profesionalidad de los uniformados para desenvolverse en un sistema democrático.
Se puede obtener más luz, tal vez, si se amplía la visión panorámica y se repasan delitos (reales o presuntos) ajenos a la protesta social, aunque de enorme resonancia mediática. Los asesinatos de María Marta García Belsunce, Nora Dalmasso o Solange Grabenheimer comprobaron la ineficacia de investigadores judiciales o policiales cuando las víctimas y (sobre todo) los presuntos sospechosos son gentes de estratos sociales medios o altos. A ellos no se los puede prepear o someter a torturas o a interrogatorios sin los recaudos legales. En ese contexto, la autoridad fracasa miserablemente una y otra vez. Las torpezas se realzan, en proporción directa al imán que tienen los casos y a la (relativa) eminencia social de los interesados. Se trasunta un problema extendido, menos visibilizado cuando víctimas y (sobre todo) sospechosos ocupan otro peldaño de la escala social.
La absurda y patética búsqueda de la familia Pomar fue un ejemplo extremo aunque no discordante con ese cuadro general. La policía, los fiscales, el propio gobierno provincial estaban más que interesados en resolver el enigma. Pero no fueron idóneos para hallar un auto que se había descontrolado exactamente en el sitio por el que se sabía que transitaba. De nuevo: si la exigencia es trabajar con rigor y apego a la ley, los responsables propenden con alarmante frecuencia al aplazo.
Con tamaños precedentes, cabe ampliar la mira y poner en cuestión no sólo a los policías. También debe escudriñarse la responsabilidad política y moral de los civiles que les dan órdenes, conociendo (debiendo conocer) sus endémicas limitaciones. Los fiscales, jueces o funcionarios que deciden operativos como el de ayer tienen el deber de saber a quién delegan esas tareas. Y de hacerse cargo. En política todos son responsables por las consecuencias de sus actos o de los de aquellos a quienes derivan responsabilidad.
Una masacre en la que actuaron centenares de policías, ocurrida en una pequeña población, encastra con todo lo reseñado. Un desalojo de centenares de familias, miles de personas, es una situación extrema. Cualquier autoridad debe saberlo, minimizar (y mejor, evitar) los riesgos, no coquetear con ellos.
Todo hecho de sangre es repudiable e irreparable. Hay un policía y civiles entre las víctimas fatales, quedan heridos graves. Ellos y sus familias merecen respeto; las víctimas sobrevivientes, protección ulterior del Estado. Ubicar a los respectivos autores materiales es imperioso, aunque no restañará las heridas, ni pondrá fin a daños irrevocables.
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Todo ocurrió en terrenos de la empresa Ledesma, emblema de explotación tanto como de la represión y la barbarie dictatorial. Estremece consignarlo.
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